La literatura no nació para estimular el vicio ni la virtud (aunque ambas cosas sin duda también resultan de ella, pero de una manera infinitamente diversa e incontrolable), sino para dar a los seres humanos aquello que la vida real es incapaz de darles, para hacerlos vivir más vidas de las que tienen y de manera más intensa de la que viven, algo que su imaginación y sus deseos les exigen y la vida real, la vida confinada y mediocre de sus existencias reales, les niega cada día. La literatura no hace felices ni más buenos, ni más malos, a los lectores. Los hace más lúcidos, más conscientes de lo que tienen y de lo que les falta para colmar sus sueños, y por lo mismo más insumisos contra su propia condición, más desconfiados frente a los poderes espirituales y materiales que ofrecen recetas definitivas para alcanzar la dicha, y más inquietos y fantaseadores, menos aptos para ser manipulados y domesticados. Es verdad que en los grandes momentos de hechizo en que los sumen las obras literarias logradas, sus vidas se enriquecen extraordinariamente y que aquellas les deparan una exaltación que es dicha, goce supremo. Pero, luego, cuando el hechizo se cierra con las páginas del libro, lo que la literatura depara es una brutal comprobación: que la vida real, la vida vivible, es infinitamente más mediocre y pobre que la vida soñada de la literatura.
Cuando produce libremente su vida alternativa, sin otra constricción que las limitaciones del propio creador, la literatura extiende la vida humana, añadiéndole aquella dimensión que alimenta nuestra vida recóndita: aquella impalpable y fugaz pero preciosa que sólo vivimos de mentira. Es un derecho que debemos defender sin rubor. Porque jugar a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus demonios personales, es una manera reafirmar la soberanía individual y de defenderla cuando está amenazada; de preservar un espacio propio de libertad, una ciudadela fuera del control del poder y de las interferencias de los otros, en el interior de la cual somos de veras los soberanos de nuestro destino.
Porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos. Y porque sin esa insatisfacción vital que las mentiras de la literatura a la vez azuzan y aplacan nunca hay auténtico progreso. La fantasía de que estamos dotados es un don demoníaco. Está continuamente abriendo un abismo entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre lo que tenemos y lo que deseamos. Pero la imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos. En ella nos disolvemos y multiplicamos, viviendo muchas más vidas de la que tenemos y de las que podíamos vivir si permaneciéramos confinados en lo verídico, sin salir de la cárcel de la historia.
La recomposición del pasado que opera la literatura es casi siempre falaz. La verdad literaria es una y otra la verdad histórica. Pero, aunque esté repleta de mentiras – o más bien, por ello mismo- la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar. Porque los fraudes, embaucos y exageraciones de la literatura narrativa sirven para expresar verdades profundas e inquietantes que sólo de esta manera sesgada ven la luz. Para casi todos los escritores la memoria es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado.
En tanto que la novela se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía, más verdad, y a más distancia, más mentira. Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque “decir la verdad” para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y “mentir” ser incapaz de lograr esa superchería. Sin ilusión no hay novela.
(Borges): El libro es una extensión de la imaginación y de su memoria; así como el arado lo es de la mano y la espada y la llave.
-Hacer literatura consiste en contar una pequeña mentira para decir una gran verdad (anónimo).
-(V. Consolo).La literatura es una forma de ausencia.La soledad que requiere es una especie de marginación voluntaria. La literatura es la única que puede escribir la contrahistoria. La literatura no juzga. Simplemente restituye los pliegues y las zonas no iluminadas de la historia, que se dedica a los grandes acontecimientos.